martes, 19 de abril de 2011
domingo, 17 de abril de 2011
La respuesta a una sugerencia de Jorge Bucay
Las cosas más importantes para mi.
Las cosas más importantes para mi… difícil tarea. ¿Cuántas veces se detiene uno a pensar en esas cosas? ¿Cuántas veces nos detenemos a pensar qué es aquello que realmente nos importa? Difícil tarea, sí. Si me paro a contar las ocasiones en las que en los últimos meses, en los últimos años quizás, he tenido un mínimo de conciencia o lucidez para ser capaz de hacer un hueco a la reflexión, al encuentro conmigo misma, esos instantes podrían caber en los dedos de una mano.
Cuando era una niña, solía disfrutar dejando mi mente volar. Recuerdo la sensación del correteo de los pensamientos por mi mente: “el mundo es así, me gustaría hacer esto, por qué tal cosa es de este modo, cómo funciona la vida…” Recuerdo esa sensación, tan intensa y agradable… El simple hecho de poder pensar, de poseer esa libertad y espontaneidad en mi mente, me llevaba a creerme capaz de todo, capaz de cambiar el mundo, mi mundo.
Con el paso del tiempo, cometí el grave y común error de “crecer” y aquellos pensamientos libres y espontáneos que acostumbraban a campar a sus anchas por cada una de mis neuronas, empezaron a ser eclipsados por el “debes”, “las cosas son así”, “es hora de hacer esto”, “te toca actuar de este modo”, “todo el mundo hace tal cosa”… Fue un proceso discreto, casi imperceptible, pero envolvente como la niebla de las mañanas después de un claro y cálido día de sol. Esa niebla de prejuicios, de pensamientos prefabricados de otros, lo enterró y emborronó todo hasta el punto de hacerme olvidar quién soy.
Las cosas más importantes para mi… ¿Cómo enumerar a voz de pronto cuáles son en realidad esas cosas? Podría hacer una amplia lista de las cosas importantes desde el “debes”: tener una casa, tener un buen trabajo, tener un aspecto impecable, tener una vida social exitosa, tener una pareja, casarse, tener hijos, ser una buena madre, etc. Ya está, ya tengo elaborada la lista de las cosas realmente importantes, aquellas cosas que todo el mundo desea y que son imprescindibles (eso dicen) para ser plenamente feliz… ¿o no?
Es evidente que alguna cosa falla. Veamos: tengo una casa, un trabajo estable, mi aspecto es mínimamente aceptable, tengo una pareja increíble y, siguiendo el orden “ideal” de las cosas, lo siguiente sería casarme y tener hijos. Aparentemente, todo está bien: tengo una vida cómoda y poseo todas aquellas cosas que son importantes para ser feliz. ¿Por qué no lo soy, entonces? La respuesta a la pregunta del millón se encuentra precisamente en los matices ocultos de las “cosas importantes”, el precio que tenemos que pagar para conseguir lo que se considera el escenario perfecto de una buena vida. Me explicaré mejor…
Tengo una casa,sí, tengo una casa y una hipoteca. En realidad la casa no es mía, es del banco que me prestó una cantidad desorbitada de dinero que yo no tenía ni habría tenido jamás. A la vista de todos, soy una mujer independiente porque tengo una casa inscrita a mi nombre en el Registro de la Propiedad. Qué locura, ¿no? Gracias a mi decisión de ser una mujer independiente, estoy obligada a mantener un trabajo para toda la vida, cumplir todas mis mensualidades y vivir siempre en el mismo sitio, salvo que en un arranque de locura y de suerte, decida vender “mi” casa y comprar mi libertad a la entidad a la que se la cedí voluntariamente. De locos, sí.
¿Qué más? Tengo un trabajo estable… Soy funcionaria y tengo un horario envidiable. Todo el mundo me felicita y me recuerda constantemente la suerte que tengo por esto. Lo sé, sé que es importante tener un mínimo sustento en vista de cómo están las cosas y lo agradezco. Pero algo, dentro de mi, me dice cada día que no estoy haciendo aquello que realmente es acorde conmigo, con mi naturaleza. Mi trabajo y esta posición cómoda de la que ahora disfruto, es producto de una decisión de mi pasado que en aquel momento me sirvió, pero que ahora empieza a perder sentido. El problema está en que yo, mujer joven e independiente con casa “propia”, vendí mi libertad y, precisamente por esto, el cambio tiene un coste mayor.
Sigamos. Tengo un aspecto mínimamente aceptable. Es verdad, creo que, con todas mis imperfecciones, me acerco al elenco de rasgos físicos que en esta sociedad hacen a una mujer atractiva o deseable. A las mujeres, desde que nacemos, nos “bombardean” con mensajes desde todos los lugares que nos dicen exactamente cómo tenemos que ser: arréglate, depílate, ten una sonrisa perfecta, sé delgada, no comas esto, ponte esta ropa incómoda pero sexy… ¿Qué hace una niña cuando deja de serlo y se da cuenta de lo que el entorno le demanda como mujer? La niña juega, come, ríe, disfruta... no necesita cumplir unas normas “físicas” para resultar aceptable como niña. Cuando la niña se hace mujer, las cosas se complican. ¿Qué ocurre en ese momento? Depende de la lucidez de cada uno. Hablaré de mi caso: yo, mujer independiente, con casa “propia”, trabajo estable y aspecto agradable, padezco un trastorno de alimentación que condiciona mi vida. La niña que empezaba a ser mujer, tenía miedo de no cumplir con las expectativas y empezó a focalizar todos sus miedos en lo que debía comer o no para situarse dentro de la norma. A estas alturas, con 31 años, he conseguido cumplir más o menos con los requisitos de esta sociedad, pero, ¿a qué precio?
Pareja. Por suerte, cuento con una persona extraordinaria a mi lado que me quiere tal y como soy, sin los “debes”, con mis virtudes y mis defectos. Muchas veces pienso que me quiere más de lo que soy capaz de quererme yo a mi misma. Él, en gran medida, ha sido el motor de arranque de mi cambio, de mi despertar… aunque tal vez fui yo misma cuando decidí hacer la primera elección sincera de la persona que quería a mi lado. Si repaso la trayectoria de mis elecciones anteriores, me doy cuenta de que algo ha cambiado en mi. El miedo a la soledad, la presuposición de que el mundo está hecho para dos y un sinfín más de prejuicios, me llevaron a un camino de intentos de relaciones no fructíferas con personas inadecuadas. Siempre supuse que estar sola era una carga, una condena y, precisamente por eso, mi capacidad de elección, mi libertad para decidir, se distorsionó por completo. Yo, mujer independiente, con casa “propia” y físicamente deseable, tenía tanto miedo a estar sola que precipitaba una y otra vez mi propia soledad. En el momento en el que, tras más de un fracaso, acepté plenamente mi soledad, empecé a mirar el mundo de las relaciones de pareja con otros ojos, sin la presión de tener que encontrar a alguien para sentirme cómoda… y justo en ese instante apareció mi mitad. ¿Casarme? ¿Tener hijos? Me siento casada, no me hace falta una ceremonia de cuento de princesas, porque amo a la persona que tengo a mi lado y deseo cada día despertarme a su lado. ¿Existe mayor compromiso que ese? ¿Hijos? No sé si en este momento es una de esas cosas importantes para mi o forma parte del “debes”.
Las cosas más importantes para mi… ¿por qué siempre he creído que las cosas importantes, por el simple hecho de llevar ese calificativo, han de ser cosas grandes y trascendentes? Importante para mi es poder ver salir el sol en medio del mar, comerme a besos a David, saborear y disfrutar el primer mordisco de una manzana o de un pastel o de lo que sea, notar el calorcito de los rayos del sol en mi piel, la brisa, las caricias, decir “te quiero”, reirme y sentirlo, llorar y sentirlo, hablar con ganas, escuchar con ganas, cantar, leer e, incluso, escribir esto. Las cosas importantes son las que salen del corazón, sin los filtros del “debes”. Lo que pasa es que, normalmente, las cosas que salen del corazón son tan sencillas, tal simples, que nos cuesta creer que son las cosas que realmente importan.